12.13.2010

Adriana Calvo: Tres momentos distintos...


1985. Conocí a Adriana Calvo a través de los medios, cuando declaró en el juicio a las juntas militares. Claro que me conmovió. Yo estaba en tercer año del secundario. En mi colegio, el misma al que iban los nietos de Alfonsín y la hija de Strassera, todos los días había amenaza de bomba y las profesoras, en clarísima respuesta a esa extorsión absurda, nos llevaban a Plaza Houssay para dar clase sentadas en el pasto. El centro de estudiantes volvía a tomar impulso. Todos hablábamos del boleto estudiantil como ícono de la lucha de las generaciones anteriores. Mi única compañera hija de un desaparecido, decía públicamente que su papá había tenido un infarto. Mi amigo Gabriel me explicaba la letra de "Pensé que se trataba de cieguitos" y todo lo que había pasado yo lo creía, pero no lo quería creer.

1995. Diez años más tarde, volví a escuchar el mismo relato que Adriana Calvo dio ante la justicia, pero frente a mi. Yo ya era productora y colaboraba con unos videos de historia argentina que dirigía Felipe Pigna. El que todos conocen hoy, por entonces sin fama. Hacíamos las entrevistas en un piso de San Telmo. Allí Adriana, una tarde mientras el sol se escondía, relató frente a cámara su parto vendada y maniatada en el asiento trasero del Ford Falcon. El camarógrafo y yo hicimos dos pasos para atrás. Ella se dio cuenta de que llorábamos en silencio. Se hizo más fuerte, irguió los hombros y siguió hablando. Fue su manera de avisarnos que mientras nos desarmábamos de dolor, ella podía seguir, que nos quedáramos tranquilos por la grabación.
Esa noche caminé desde San Telmo hasta Parque Centenario sin dejar de llorar ni una cuadra. Por esa época, mis amigos y yo hacíamos radios comunitarias mientras comprabamos nuestras primeras casas, pagábamos créditos o sacábamos boletos estudiantiles pero para viajar por el mundo impulsados por el uno a uno. Llevábamos un lustro de indultos y yo, que esa noche no sabía cómo volver al mundo después de la entrevista, trataba de explicarme cómo hacía esa mujer para no enloquecer y hablarme con serenidad, coqueta y sencilla, con brillo en los labios y unos aritos pequeños, del horros más grande que yo hubiera escuchado jamás y que por entonces, no tendría castigo.

2010. Veninticinco años más tarde vuelvo a contactar con ella. Ahora soy productora general de Radio UBA. A un cuarto de siglo de aquel juicio casi único en la historia contemporánea, la mitad de mis amigos se desvive por reivindicarlo y la otra mitad lo ningunea en Plaza de Mayo. Hace cuatro años que los indultos fueron declarados inconstitucionales. Mis hijos, del único boleto que hablan, es del boleto escolar. Mientras tanto, yo llamo a Adriana por teléfono. Cruzamos dos palabras acerca de su enfermedad. Está internada. Yo soy cuidadosa y amable. Con solo escucharla la imagino levantando los hombres y tomando fuerza, como aquella noche de la entrevista. No se acuerda de mi -porque yo nunca intento que lo hagan-, no me debe nada, no tiene ninguna obligación de atenderme, ni de ser cordial. Le pregunto si quiere hacer algo por radio. Duda. Me dice que no, pero... No le da lo mismo. Con su mínimo aporte, por más mínimo que sea, sigue luchando. Desde la cama del hospital, después de decirme que espera salir adelante, me bombardea con teléfonos que recuerda de memoria, de otros ex detenidos desaparecidos que declararon como ella en contra de Videla, Massera, Viola, Lanbruschini, Agosti, Graffigna, Galtieri, Anaya y Lami Dozo. "Hablales de mi parte. Y si no los encontrás, me volvés a llamar". Su aporte por la verdad, hasta último momento.

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